Hubo una vez un hombre tan harto de ver tantas cosas malas por el mundo, que una Navidad deseó que todo el mundo fuera bueno y tuviera espíritu navideño. Y resultó que, mágicamente, su deseo se vio cumplido. Cuando salió a la calle, todo el mundo parecía feliz y nadie era capaz de hacer mal. Unos niños tiraron piedras a un perro, pero por el aire, las piedras se convirtieron en nieve; un hombre cruzó la caye despistado, y cuando el conductor sacó medio cuerpo por la ventanilla para gritar algo, le dio los buenos días y le deseó felices fiestas; y hasta una mujer rica que caminaba envuelta en su abrigo de pieles, al pasar junto a un mendigo, cuando parecía que iba proteger aún más su bolso, lo agarró y se lo dio lleno con todo el dinero y las joyas.
Nuestro navideño hombre estaba feliz, pero la cosa cambió cuando fue a pagar en el supermercado. Le atendió aquella cajera que lo estaba pasando tan mal por falta de dinero, y pensó en dejarle de propina lo justo para poder tomarse luego un chocolate caliente, pero antes de darse cuenta, sin saber muy bien cómo, le había dejado de propina todo el dinero que llevaba encima. Y si, aquello no le hizo mucha gracia, menos aún le gustó cuando en lugar de ir al gimnasio subió al autobús que iba a la prisión y se pasó un par de horas visitando peligrosos delincuentes encarcelados, y otro par de horas escuchando la pesada charla de una anciana solitaria en el asilo, en lugar de ir a ver una preciosa obra de teatro sobre la Navidad, tal y como había previsto. Seguir leyendo
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